Los aeropuertos son lugares un tanto irónicos, precursores de gran felicidad pero también templos de honda desdicha.
Ya desde pequeña llegar al aeropuerto el día antes de Navidad para viajar a Tenerife a ver a la familia era toda una fiesta. Por más escalas que tuviéramos que hacer, la recompensa de ver los rostros de mis tíos y primos, risueños en la sala de llegadas, era algo inefable, o por decirlo en plata: a mi hermano y a mí nos salían estrellitas de los ojos!
Toda esa dicha se rompía bruscamente en un segundo. Como un jarro de agua fría después de un cálido baño, después de pasar la mañana de Reyes entre roscones y regalos, regresábamos a aquel lugar que un día fue la fuente de la felicidad y que esa tarde se nos antojaba el peor de todos los males.
Hoy sigo teniendo esa sensación cada vez que regreso a Menorca a trabajar. Por más habituada que esté, hoy Son Sant Joan me parece el lugar más frío, austero y desangelado del mundo.
Será que dejo a la familia atrás, será que mañana no me esperan mis chiquimonsters.
No hay comentarios:
Publicar un comentario