jueves, 9 de febrero de 2012

Sin voz, echada en el sofá...

Sin voz, echada en el sofá, con dolor de todo, con tos, con la cabeza ida, me da por pensar en lo necesario que es para mí desarrollar mi trabajo. Éste es ya el segundo día que, por motivos de salud, no voy a trabajar y, aunque mi cuerpo me lo agradece, no así mi mente.

Los días se me hacen eternos, las noches pasan en duermevela. Intento entretenerme reprogramando clases o corrigiendo ejercicios, hasta que todo me da vueltas y tengo que parar. Echo de menos el alboroto del instituto, hablar con la gente, tener mi rutina diaria. Soy una persona de costumbres cerradas, quien me conoce sabe que peco de tradicionalista. Si algo va bien, ¿por qué cambiarlo? La educación es la viva imagen de que en el 95% de los casos tengo razón.

¿Será eso peligroso? Me refiero a depender de un entorno, de un estilo de vida. Tal vez esté un poco ñoña por las secuelas que ha dejado en mí este catarro griposo, provocado en gran parte por la ola de frío. No lo sé. Tal vez sea sólo la melancolía (no, yo, vil mortal, no llego a experimentar la desazón existencial de los poetas de mediados del siglo XX, hasta ahí no llego).

Creo que lo peor que le puede pasar a una profesora interina es no tener ni voz ni hambre: ni herramienta de trabajo ni fuerzas para hacer cualquier otra cosa. Con el cuerpo destemplado, enrollada en la manta, tosiendo, aguardaré a mañana, a ver cómo amanece el día, a ver cómo amanezco yo...

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Antes de acabar, desde aquí quiero dar mi más sentido agradecimiento a los alumnos que, en las últimas horas del martes, tuvieron un comportamiento excepcional y cuidaron de mí y me mimaron a fin de que no notara cómo pasaba el tiempo y cómo iba empeorando. Para ellos, que me abrieron su corazoncito e interpretaron lo que decían mis labios sin voz, vaya todo mi cariño.

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